Estilo de vida

¿Por qué nos es tan fácil perder la paz?

La paz es muy frágil y la solemos perder con facilidad. Dios nos la puede conceder como don, solo tenemos que pedirla. Una bella reflexión del padre Carlos Padilla

La paz es frágil, demasiado frágil. Es muy fácil perderla. La suelo perder con facilidad.

Basta con un contratiempo, un imprevisto, para que la calma desaparezca de mi interior. Una frase mal intencionada. Una palabra dicha en un grito. Una agresión física o verbal. Un desprecio, un menosprecio.

Una expectativa incumplida. Un sueño que estalla sin haber llegado a hacerse realidad. Una desilusión, un desencuentro.

Una palabra mal escuchada o mal entendida. Un desaire. Un inconveniente con el que no contaba. Un cambio de clima que echa a perder mis previsiones y mis planes.

Casi cualquier cosa acaba quitándome la paz. Me inquieto, estoy nervioso, me angustio, me lleno de ansiedad. Y de ahí a tocar la ira hay un solo paso. La paz no dura mucho en mi alma.

Apenas me levanto y comienzo a caminar corro el riesgo de perderla. Tal vez dentro de mí descansa la lava de un volcán dispuesta a salir a la superficie. Sólo necesita que algo suceda, algo pequeño, para que estalle.

Mi ira es como un río de fuego, como una marea que arrasa con todo sin que pueda evitarlo.

Cuando el alma está turbada

Quisiera ser pacífico para poder pacificar a los violentos. A veces guardar silencio para no herir con palabras cuando a mí tal vez me hayan herido antes. Mantener la calma cuando todo junto a mí amenaza con desmoronarse.

No es tan sencillo conservar el equilibrio que veo en otro y deseo para mí.

El miedo al fracaso y a que las cosas no sean como quiero. La frustración que sufro cuando la realidad no es la que yo buscaba. La decepción que surge al ver mis sueños rotos. El dolor que provoca el rechazo que otros sienten hacia mí.

Todo, casi todo, despierta sentimientos profundos en mi alma. Siento que algo arde y no consigo apagar las llamas. Un incendio de ira que quiere arrasar con todo.

¿Cómo puedo hacer para apagar el fuego, para acabar con esa violencia que veo surgir dentro del alma? ¿Cómo consigo transformar la ira en paz y lograr así que todo junto a mí esté tranquilo?

Nunca he creído en la ira santa. En esa violencia que surge para intentar acabar con el mal y sembrar el bien. No creo en el bien que se impone por la fuerza.

Decía el papa Francisco en la Amoris Laetitia:«Si tenemos que luchar contra un mal, hagámoslo, pero siempre digamos «no» a la violencia interior».

Quisiera vencer la violencia que surge en mi alma. La rabia contenida que no sé detener. Quisiera que en mí se impusieran siempre las reacciones pacíficas, llenas de paz y esperanza. Me duele ver la violencia en gestos y palabras de los que me rodean. Me pregunto de dónde vendrá tanta violencia.

Llego a pensar que hay heridas que uno se lame intentando calmar la angustia. Pero están ahí, abiertas, sin cicatrizar.

Y basta una palabra, un gesto que me haga revivir lo que ya he sufrido antes para que se repita la misma rabia que sentí un día.

En esos momentos pierdo el control sobre mí mismo y de mí salen palabras y gestos que no podré contener ni borrar de mi alma porque están ahí, grabados a fuego muy dentro. ¿Cómo se hace para apagar ese fuego incontenible?

Veo a veces reacciones tan desproporcionadas ante acciones pequeñas que me quedo en silencio, callado, mudo.

La desproporción me habla de algo que está en desorden en mi interior. Una herida abierta que duele como el fuego quemando mi alma. Siento en mi interior una angustia que no logro vencer.

La paz como don

La paz es un don de Dios en mi vida, la suplico. Tener relaciones de paz con los que me rodean no deja de ser un verdadero milagro.

Porque tengo sensible la piel del alma y cualquier cosa me duele, cualquier interpretación que hago de lo que me sucede.

Siento en mi interior un deseo de abrazar y ser abrazado. Pero a menudo en lugar de abrazos brotan insultos y gestos de desprecio.

¿Cómo sanaré mi alma enferma? ¿Cómo haré que todo en mi interior tenga paz y calma?

Decía el padre José Kentenich: «En estar desasido de mí mismo y totalmente entregado a Dios estoy por encima de todas las cumbres: – Sobre todas las cumbres hay calma. Entonces soy siempre un hombre interiormente libre. Se me podrá arrebatar el honor, se me podrá arrebatar el patrimonio: ¡Mi Dios y mi todo! Tengo una posición firme, y entonces tengo el mundo bajo mis pies».

Me gustaría vivir con esa libertad interior. Me gustaría tener esa paz que nadie pueda arrebatarme.

La capacidad para estar calmado, por encima de ese mar revuelto, con corrientes profundas que inquietan.

La paz que da llegar a lo alto de la cumbre y ver a mis pies el mundo y sentir que nada ni nadie podrán arrebatarme esa paz que ahora tengo. Ni las calumnias, ni la difamación, ni el rechazo.

Que nada puede quitarme la paz si estoy convencido de recorrer los pasos que Dios me marca. Ese don de Dios de vivir desasido es lo que deseo.

Nada me inquieta en exceso, nada me turba demasiado. Algo dentro de mí me dice que puedo descansar en Dios porque es mi Padre, porque me ama por encima de todo.

Fuente:  Aleteia 

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